PREFACIO.
Estaba oculto detrás de
los escombros de un auto destartalado y destrozado, que por el estado oxidado
de sus piezas, se podía notar que llevaba un par de décadas en ese lugar, casi
convirtiéndose en tierra: del polvo vienes y al polvo regresaras.
Era solo el armazón de
un carro viejo, sin color alguno de lo que alguna vez fue, solo quedaba su
esqueleto así como si la descomposición hubiese tomado un cuerpo humano,
pudriendo sus carnes pero preservando sus marrones huesos. Se oculto detrás de
él, como una vil rata que solo buscaba sobrevivir aunque no sabia bien a que
objeto había pertenecido aquel esqueleto, con sus sucias ropas marrones se
cubrió de pies a cabezas para camuflarse con los secos e infértiles suelos de
aquellos parajes. El corazón le latía fuertemente, el olor a heces y algo
lejano a la gasolina vieja se impregnaba en su piel y en sus ropas. Pero no
podía hacer nada hasta que el disturbio pasaba, no podía hacer mientras
ocurría, no podría hacer nada aunque terminara, ese mundo apestaba. No
importaba en que lugar se encontrara, la inmundicia de la humanidad le seguía a
donde fuera que se dirigiera.
El sonido se detuvo
cuando el mundo se oscureció… no sabia que cosas eran esas, pero había tenido
varios encuentros en que aquellos palos disparaban llamas y una parte de aquel
fuego golpeaba a una persona para abrir un agujero en su cuerpo, quemando y
cortando, dejando que la sangre no chamuscada escapara por el orificio, y en el
peor de los casos, terminaban con la vida de la persona que lastimaba.
Fue un espectáculo de
sonidos con cada llama que se escaba de la punta de aquellas varas, grandes y pequeñas,
llevadas con ambas manos o con una. Eran armas viejas, antigüedades preservadas
del viejo mundo, aquel que había desaparecido hacia unas décadas a causa del
apocalipsis.
Pero cuando las
tinieblas emergieron y engulleron al mundo, estos disparos se detuvieron,
viendo que ya no había nada más con vida a la cual robársela. Ya no había
ningún indigente al cual robarle nada.
El chico asustado
espero unos segundo mas, quizás unos minutos que le parecieron eternos, para
estar seguro que los hombres armados se habían alejado lo suficiente y que no
lo matarían por creerlo una amenaza, por tener algo que les fuera de valor, o
por el simple hecho de sentir el placer de matarlo. Se removió un poco de su
lugar, en el cual durante horas había permanecido estático, para no llamar la
atención de ningún bárbaro y no provocar ningún sonido, que cuando se movió,
una pequeña capa de polvo y arena de los aires áridos que se había acumulado en
su espalda se deslizara de su capa y callera en el suelo con un crujir de la arena
seca, pero a demás de el sonido del polvo deslizándose por su ropa y flotando
en el aire con sus partículas mas pequeñas, el sonido del crujir de sus huesos
al realizar movimientos después de durar tanto tiempo sin mover ni un musculo,
escucho atentamente, como mas sonidos surgían de la penumbra.
Quizá los hombres no se
habían ido del todo.
Observo curioso,
volviendo a su estado de gato en caza, sigiloso para no llamar la atención de
su presa, pero no vio a ningún bárbaro rematando a su victima, ni saqueando los
escombros de basura que seguramente para las personas de la antigüedad habían
sido sumamente útiles. Lo que vio, lo dejo pasmado.
Era una personita
diminuta, que corría hacia uno de los bultos a bio que había dejado la masacre.
No recordaba haber visto a nadie más pequeño que él, teniendo ya quince
años era un hombre, era uno de los más jóvenes de su pueblo antes que… antes de
que este hubiera sido destruido por las llamas a manos de los barbaros del
desierto.
Por eso, esa figurita
frágil y débil le llamo la atención de sobremanera, corriendo con sus cortas y
regordetas piernas hacia a aquel bulto que había sido masacrado como mucho
otros por los tiros de las armas desconocidas de los barbaros.
– ¡Padre! – Grito con
voz aguda y chillona, sin detener su marcha, hasta caer sobre él – no mueras… –
sollozo – no puedes morir y dejarme solo.
Un niño…
Era un niño que como él
se quedaba solo en ese mundo, en un lugar donde el sol que salía ardía mil
veces que una llama flameante en un noche gélida, en que conseguir agua y
alimentos en esa tierra infértil era sumamente difícil, en un mundo en el que
en cada esquina podría encontrarse con una bestia en putrefacción o una
desgracia genética, que anhelaba comer carne y contaminar con enfermedades
letales.
– Sagitario, no estarás
solo por siempre – respondió el viejo moribundo – no me necesitaras por
siempre… debes seguir… con vida.
– ¡No! Papá, papá –
gimió el pequeño, golpeando su pecho y manchándose con la sangre – no puedes
irte… no viviré mucho tiempo, yo solo no puedo – afirmo, tenia bien entendido
que siendo tan pequeño y estando solo no podría durar demasiado en un mundo tan
hostil como ese, lleno de peligros y de inseguridades.
El espectador
expectante solo miraba, desde el lugar en que el había estado cuando comenzó
todo el disturbio, vio al niño llorar sobre su padre, sintiendo en su pecho
algo que le comprimía las entrañas.
Los sonidos calmos de
las tardes agonizantes de aquellos paramos fueron rotos por los gemidos
moribundos de las bestias que emergían desde el infierno de las penumbras,
cuerpos fluorescentes en putrefacción que surgían de las sombras, sedientos de
sangre y hambrientos, abriendo sus bocas para mostrar sus colmillos torcidos y
cubiertos de babas sanguinolentas, monstruos con los que había lidiado durante
los últimos diez años, pero que aquel pequeño aun no había logrado notar en el
dolor de perder a su padre.
Y había muchos mas de
donde había vendido aquel, con caras desfiguradas por la radiación, repletas de
líquidos verdes que se le escapaban por los orificios naturales de un rostro,
como las cuencas vacías sin ojos, la boca con diminutos colmillos torcidos, los
orificios de las narinas sin alas ni puente… era criaturas horrorosas con mas
de dos miembros. Parecían incluso gemelos siameses craneopagos y dicéfalos.
Pero el niño, nombrado
Sagitario, no se había dado cuenta de la presencia de aquellos seres sin vida,
pero que aun tenían la capacidad de mover la carne en putrefacción. El niño
estaba encerrado en su dolor y en su desesperación, no se apartaría de su padre
hasta que llegara el día siguiente o hasta que los buitres le permitieran
seguir a su lado.
Al espectador no le
gusto seguir siendo un espectador, estaba dispuesto a irse de allí antes de que
eso se pusiera peor, así que recogió sus cosas y se envolvió en sus telas, para
que el frio no lo consumiera, pero cuando iba a marcharse sin que los monstruos
se dieran cuenta, se volteo para ver al pequeño, abrazado al cuerpo inerte de
su padre. Los monstruos se acercaron a él, el pequeño toma una vara que parece
inofensiva en comparación con las varas explosivas de los barbaros del
desierto, para tratar de defenderse y de alejarlos de su padre.
– Papá aun no ha muerto
– chillo – ¡marchaos! ¡No podrán tocar a mi padre!
Alzo la vara sobre su
cabeza, a la defensiva por si alguna de esas cosas osaba a acercarse demasiado,
pero una mano con mas fuerza que la suya le quita la vara y la arroja lejos de
sus manos, sorprendido el niño se gira, para encontrarse con ojos tan verdes y
vivos que le atemorizan mas que los orbes vacíos de aquellos mutantes.
– Esto es suicidio,
niño – le reprocho, tomándolo fuertemente de la mano y jalándolo lejos del
lugar en donde caído, reposaba el cuerpo de su padre, alejándolo de las bestias
sedientas por carne fresca – ¿eres tonto, o que haces? ¡No puedes darte de
valiente con esas cosas!
– pero… papá – el niño
no pudo evitar mirar atrás siendo arrastrado por ese desconocido que le había
salvado la vida. Opuso resistencia y trato de soltarse de su agarre – papá aun no
ha muerto… no puedo dejarlo.
El desconocido le soltó
la mano, mucho había hecho en alejarlo de una muerte segura, para que el
malagradecido oponga resistencia a alejarse de ese lugar tan inhóspito, si
quería morir, entonces lo dejaría morir allí.
– Has lo que te venga
en gana – siguió su camino. El pequeño parpadeo a su espalda, mirando como se
alejaba, pero no gastaría su tiempo en ver como se alejaba su salvador, el
rescataría a su padre de aquellas bestias.
Corrió desesperado
tomando una rama seca de un intento de árbol cercano.
El chico no pudo evitar
mirar hacia atrás.
– Ese enano esta loco –
siguió caminando, cerrando sus ojos en cuestión de orgullo – lo que hace es
suicidio, intentar tanto en algo que fracasara.
Sin embargo, a pesar de
que había decidió dejarlo hacer lo que quisiera, había algo en sagitario que le
recordaba a él mismo, que le recordaba a las personas que le habían ayudado
cuando él también había sido un niño. Sin darse cuenta se detuvo. Para escuchar
la feroz batalla que estaba librando el niño con los mutantes.
Corrió hacia donde
estaba hace unos momentos, sacando una espada vieja pero afilada, con la cual
busco alejar a los mutantes, sin llegar a cortar sus carnes que son muy acidas
y venenosas.
– ¡Pequeño escuincle! –
Le grito al niño, quien estaba sorprendido porque el joven de cabellos
azabaches se regresara a ayudarlo – ¡ten cuidado, su saliva es muy toxica, te
matara si la tocas!
El niño esquivo a
varios rasguños de las afiladas garras de las bestias, destrozando un palo en
su lomo y haciéndolo caer estrepitosamente en el suelo, mientras que el chico
mayor se encargaba de dejarlos fuera de combate con su espada. De esa manera
logro bajar la cantidad de ellos, aunque eran criaturas muy tercas que no
poseían consciencia y por cada baja que tenían, dos los sustituían.
– tenemos que irnos
antes de lleguen mas – le grito al niño.
– pero papá…
– ¡tu padre esta
muerto! – le grito, un grito que poseía una afirmación que había dejado
perplejo al pequeño, pero que era muy real, era la primera vez que lo veía de
esa manera, que su padre se había muerto y lo había dejado solo, era la primera
vez que la realidad lo golpeo a la cara tan abruptamente como la misma muerte –
¡preocúpate por vivir tu! – pero su cabeza estaba tan lejos que no escucho esas
palabras, ni las siguientes, ni las siguientes, porque en ese momento se estaba
desvaneciendo totalmente de este mundo.
Continuara...
Tarah Zeng.
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